23 abril, 2012

De miedos va la cosa.





 Como comienzo esta vez, diré que estoy un poco harta del miedo.
 La gente tiene miedo, ¡por supuesto! Pero ¿qué sería de nosotros si no tuviéramos límites? El miedo nos limita, nos oprime. Realmente no es algo que nos resulte satisfactorio, pero, hey, es algo que tenemos dentro de nosotros.
 ¿Quién sabe por qué tememos? ¿Acaso somos conscientes, en nuestra mente, de que hay algo que nos puede dañar?
 El miedo es irracional, agobiante, incluso asfixiante en ocasiones. Pero también nos ayuda. Podemos convertir a un gran enemigo como el miedo en un gran aliado. La adrenalina nos nubla el conocimiento en momentos de tensión. No sabemos si es mejor atacar o no hacerlo. ¿Podemos morir si lo hacemos? No importa, la adrenalina, la esperanza de la gloria nos empuja a atacar, a demostrar que somos mejores. Y es entonces cuando el miedo nos detiene. Podemos ganar, sí, pero también podemos perder. Y perder sería horrible.
 No es el miedo a la muerte lo que nos asusta, es el miedo al fracaso, al olvido, a no significar nada.
 Tememos morir porque nos asusta que nadie nos recuerde. Odiamos la idea de que, tras una larga vida en la que nos hemos esforzado al máximo, nadie reconozca nuestra cara en una foto más allá de nuestra casa.
 Horrible, ¿no es así?
 La sangre nos asusta, nos marea incluso verla. Pero ¿por qué? Ver sangre significa, en muchas ocasiones, que la vida se nos escapa de las manos, que el alma está abandonando nuestro cuerpo a su suerte. Tememos a los asesinos, a los delincuentes en general, a las enfermedades, incluso a las máquinas.
 ¿Veis a lo que me refiero? Todo eso nos lleva al punto de partida: la muerte.
 Si la muerte es plácida, dulce y confortable, ¿por qué deseamos huir de ella?

 Pensar en ello hace que mi rostro se ilumine con una sonrisa torcida. ¿Es que no lo veis? Mucha de la gente que conocemos día a día estaría mejor muerta. Su familia sería el único grupo de personas que los recordarían con cariño. A veces creo que puedo comprender a gente como Charles Manson, ya lo creo. ¿Qué problema hay en terminar con algo que estaba podrido desde el principio? Algo que no ha hecho más que dar problemas, algo que, en términos metafóricos, ya está muerto.




 Lo dejo en vuestras manos. Si deseáis ser amigos del miedo, más os vale ser sus mejores amigos.




                   

16 abril, 2012

Continuemos.

 





Hoy iba a comenzar hablando del dinero, de lo dañino que nos resulta a mucho y lo beneficioso que es para otros. 
 Pero no lo voy a hacer, no me siento atraída en nada respecto a eso. 
 El dinero es sólo un número con un valor demasiado alto. No podemos vivir sin dinero, está claro, pero no es lo más importante. No debería serlo. Tan solo es otra forma de tomarnos el pelo. 
 ¿Qué hay de la valentía? ¿Dónde ha quedado la familia? Y no nos olvidemos de otras cuestiones mucho más importantes que los billetes: el amor, el humor, el miedo... 
 Para mí no es más importante una moneda que sentirme apreciada allá a donde vaya. No es más importante un papel sobrestimado que escuchar un "te quiero" todos los días. No, para mí no lo es. Y la gente no debería despreciar a su familia por dinero, las personas somos mucho más que eso. Amamos, odiamos, tememos... Pero no por dinero, no debería ser así.

 Pero yo no iba a hablar del dinero, no quería, y sigo sin querer. 
 Quería comenzar un cuento, una fábula, una historia sobre una pequeña niña que perdió la cordura el día que fue a casa de su abuelita y, en su puesto, encontró al temible lobo feroz. 
 No, no es la historia de Caperucita. 
 Es la historia de esta niña, que no pudo soportar cómo su familia decrecía por culpa de un maldito lobo. El lobo que estaba acechando a su abuelita desde hacía tantos años, la niña no pudo creer que, al fin y al cabo, el maldito animal se la había llevado. Muchos sustos les había dado su abuelita, a ella y a su familia, por culpa del lobo, pero nunca la conseguía. 
 Y, al fin, tras tres años de angustias, el lobo llamado Cáncer se llevó a la abuelita de la niña en el medio de una fría y oscura habitación de hospital. Al lado de su abuelita estaban los padres de nuestra protagonista, también las hermanas de la abuela. Pero no la niña, y tampoco la hija de la fallecida. La niña, nuestra niña, no tuvo tiempo ni siquiera de decirle adiós a su abuelita, no pudo tomar su mano mientras su alma marchaba del cuerpo. Y no porque no quisiera. Un malvado ogro las había secuestrado a ella y a su tía, y las había llevado muy, muy lejos. Tardaron horas en regresar al hospital, y para entonces la querida abuelita ya no estaba allí para verlas.
 Así que, casi dos años después, esta niñita ha crecido, y ya piensa como una mujer. De modo que, estés donde estés, siento no haber estado allí, abuela, pero quiero decirte que ni siquiera un malvado ogro logró que no te viera y que no te diera mi último adiós.